Esto fue lo primero que me dijo mi madre una vez que me llamó después de que pasaran muchos días, quizá un par de semanas sin saber nada de mí. Supongo que sería una de esas épocas de viajes, trabajo y compromisos varios que apenas dejaban tiempo en la agenda, pero sin duda no justificaba dejar de pasar a ver a mis padres, que apenas vivían a 200 metros de mi casa.
Mi madre siempre se desvivió, primero por ayudar a mis abuelos, cuando en los tiempos del hambre, tocaba abandonar la escuela para irse a recorrer los huertos y almacenes de naranja de la comarca a echar unas jornadas para ayudar a la familia.
Luego se desvivió por sus hijos, a los que nos dejó con mis abuelos para emprender junto a mis padre la aventura de la emigración a Francia, por entonces mi madre era esa señora que venía en Navidad y nos regalaba esos coches eléctricos o esas muñecas que cantaban en francés y que ninguno de los niños del barrio siquiera conocía.
Cuando el ahorro del trabajo en Francia lo permitió tocó volver y desvivirse por sacar adelante la casa y la familia, tiempos de bicicleta y huerta. En mi familia no hubo coche, la Vespino de mi padre y las bicicletas de los demás eran nuestro medio de transporte. Cuantas acelgas, lechugas, berenjenas o batxoqueta habrá repartido casa por casa mi madre con su bicicleta.
Más tarde toco desvivirse por mi abuela conforme se hacía más y más mayor, acabó sus días al cuidado de la Pepa que entre ojales y remiendos iba cuidando de unos y de otros. Hasta a las vecinas de la calle Segorbe recogía en el bajo donde con sus costuras y el reparto de las participaciones de lotería de la Falla o del Club de Ajedrez siempre había una silla para la tertulia todas las tardes.
También por los nietos hizo lo que pudo aunque ya no se encontraban nada bien, no era raro ver a mis padres paseando con Jordi y con Héctor por la plaza Rodrigo.
La larga enfermedad de mi padre le hizo pasar muchas noches en el hospital y cuando nos ofrecíamos a quedarnos nosotros y que ella se fuera a casa a descansar siempre nos contestaba “¿Y qué hago yo en casa, que otra cosa tengo qué hacer?”.
Y cuando mi padre faltó hace poco más de un año ya no le quedó por quien desvivirse y poquito a poco se fue apagando.
La enfermedad que se tenía empezó el día que nací yo, tras una transfusión de sangre que le contagió la Hepatitis C, así que literalmente mi madre dio la vida por mí, no me siento culpable por ello, pero no deja de ser un símbolo de su vida de entrega.
Aunque ha tenido un final duro, largo y muy doloroso, hasta la penúltima noche, rabiando de dolor sin poder apenas respirar y pidiendo que la sedaran, aún tenía fuerzas para pensar en los demás y me decía “Lo siento, menuda noche te estoy dando”.
No es una historia especial, es la de muchas madres que se han dejado la salud por sus familias y que nunca tendrán una calle ni pasarán a la historia, pero sus vidas, como lo fue la de mi madre, sí que son ejemplares.
¡Madre, siempre recordaré que soy tu hijo!